texto: El Beno (J. Joaquín Benítez)
dedicado a Bowie
Miguel acababa de cambiarse de casa esa mañana, y justo cuando habían terminado de desempacar decidió salir a dar el rol para tomar un poco de aire; para sacudirse también esa sensación de mono-pájaro color rosa que a veces no deja de brincar desde el fondo del cerebro cuando se ha dejado un largo camino atrás.
De pronto se detuvo en seco, un riff inesperado, franco e intenso, lo sorprendió como un golpe eléctrico salido de la nada, aquello le trajo recuerdos que lo clavaron al suelo como si lo hubiera atravesado un arpón. Llegaron de golpe toda la dulzura, las risas, el dolor, la nostalgia robada y tantas cosas que no hubieran sido posibles si nunca hubiera oído aquella canción justo en otro día lejano pero muy parecido a éste.
En otra época la canción apareció frente a él vestida bajo la forma de una chica imposible, la mujer inevitable, aquella de la que aunque se intente escapar no hay escapatoria, aquella que al mismo tiempo siempre se escapa de nuestras manos torpes debido a su esencia inasible; aquella que nos obliga a seguirla hasta el fin del camino. La chica-canción.
Miguel la conoció de esa forma ineludible cuando tiempo atrás se paró en la puerta de un salón del cual brotaban unos acordes; un aula epicentro donde una chica un tanto andrógina pero bastante irresistible estaba aprendiendo a tocar la guitarra eléctrica. Una caja pequeña de herramientas yacía junto a sus pies. Ella movía rápidamente los dedos como intentando sujetarse a los sonidos. Una vieja camisa blanca, demasiado grande para su tamaño y manchada de varios colores, al viejo estilo sesentas era su sello, y ella, la chica, incluso se había manchado de verde la mejilla sin darse cuenta. A pesar del cielo grisáceo del ocaso y la ténue luz de lámpara que rebotaba de sus partituras, sus ojos azules resplandecían en el terso mar de su piel oliva, como brasas incandescentes. Oh boy.
Su nombre era Sasha y era la sobrina del maestro de Miguel. Por azar, ese día ella estaba esperando ahí a su tío para irse juntos. Miguel quiso conocerla desde aquel primer momento, pero no se atrevió a interrumpirla y la charla se pospuso hasta a otro día en que la oportunidad se dio. Ella tenía novio, como siempre en estos casos. Una chica tan brillante y linda no puede andar por ahí demasiado sin estar rodeada de pretendientes: ellas siempre tienen novios. A él le decepcionó un poco cuando salió a colación el tema pero para entonces ya habían platicado un buen rato y se habían caído bien. Ambos tuvieron algunos noviazgos cortos pero importantes sin dejarse de ver. Se volvieron los mejores amigos.
En una ocasión en que se dirigían al cine sin esperarlo tuvieron que pasar de emergencia a casa de Miguel por dinero. Esa tarde sólo sus padres se encontraban en la sala mirando la tele dentro del Cubil Felino, como ella solía llamarle a la casa de su amigo. En momentos como aquellos no había incomodidad entre Sasha y Miguel, no importaba la ausencia o presencia de otros, pues ya estaban tan acostumbrados a vagar juntos como una de esas parejas explosivas que se ven en la tele, entre los músicos y en el cine; Batman y Robin, Tango y Cash o David Bowie y Mick Jagger. Obviamente ella era Bowie.
Entraron y de pronto lo primero que saltó a la vista fue un viejo CD que a Miguel le había quemado uno de sus amigos de la banda. Eran las canciones que querían sacar para la próxima tocada. Él le pidió que aguardaran un segundo, sólo sería un momentito para poner a sonar el estéreo. Entonces introdujo el disco en la charola y pulsó play, como solía hacerse en los viejos tiempos, antes de los iPods y los iPhones. El silenció se hizo añicos. Era la canción que más le gustaba, la vieja amiga “Moonage Daydream” del gran David Bowie.
El mundo de pronto se quedó muy lejos de aquel lugar, como si no existiera. Sasha empezó a mecerse con la intoxicante y desgañitada voz del maestro Stardust. Miguel la tomó de los hombros y empezó a moverla de un lado a otro mientras cantaban la canción como locos, celebrando como dos rudos jugadores de rugby tras anotar un punto, exageradamente como dos comediantes del cine silente. Su sentido del humor combinado era tan natural que ellos ya no notaban cuando la gente, si la había, se les quedaba viendo sorprendida. En medio de la canción, Sasha se rió mucho y le aseguró que él no sabía bailar.
“A ver, baila bien”, le pidió ella mientras ponía las manos en sus hombros. “Estás bien tronco”, decepcionada como una niña chiquita mientras miraba sus Converse negros moverse erráticamente.
En el primer round, cuando él por fin empezaba a agarrar la onda, la canción había terminado. Sasha la puso otra vez. Miguel podía sentir esa delgada cintura entre sus manos y de nuevo vio los ojos que centelleaban como el día en que la conoció; aquello le dio un vuelco a la situación. Ya no se encontraba bailando de broma ni simplemente por aprender; ahora estaba moviéndose al compás de su cuerpo, disfrutando sentir esas manos delgadas y largas entrelazándose detrás de su cuello. Sintió unas ganas terribles de besarla mientras ella tenía la mirada perdida en los ritmos.
Ella, radiante como un suspiro del tiempo que se movía suavemente con ese cabello cabello negro de destellos índigos (que a veces parecía cambiar de color a voluntad) meciéndose sobre los ojos, emanando rayos de tormenta interna por todo el lugar, para inundar la vasta soledad del espacio exterior. Algo increíble en aquel apacible día de primavera. Él, un afortunado espectador que anhelaba adentrarse en el brillo de esos ojos.
Miguel no podía apartar la vista de aquella visión celestial. Ella debió darse cuenta, pues de pronto volteó a verlo y le sonrió con naturalidad, como siempre le sonreía.
De pronto su mirada cambió y su sonrisa tranquila y pura se modificó ligeramente. El tiempo se detuvo. Sasha inició un ritual desconocido hasta entonces, moviéndose cada vez más lento mientras la voz del viejo Bowie no paraba de decir: “Keep your electric eye on me babe/ put your ray gun to my head…”
Miguel no sabía si la había incomodado y dudó por un momento. Sasha le quitó lentamente unas larguísimas hebras rubio-platino de la cara, para luego con un discreto movimiento del pulgar acariciar el pómulo del chico. “Ven”, dijo ella con un gesto sin palabras, como si su voz no hubiera salido de su boca sino del CD o de todos los rincones de la casa.
Miguel la besó al momento que escuchaba “…freak OUT in a moonage daydream oh yeah.” Y todo pasó de repente. La gravedad del lugar comenzó a desaparecer, estaban elevándose hacia el espacio sin fin, y la ropa empezó a desprenderse hacia la estratosfera, o hacia cualquier otro lugar lejano. Como un estandarte de victoria, ondeó a lo lejos la chamarra de mezclilla negra deslavada que Miguel insistía en usar casi a diario -y que ella luego confesaría que le encantaba, porque combinaba muy bien con él. Una blusa, una camiseta de Iron Maiden, los Converse, los jeans, todo se fue. El cohete había despegado.
Entre los besos Miguel recordó que su hermano mayor Braulio un día le presumió una caja de condones y corrió a robarle uno. En el recuerdo dio subconscientemente con ellos, como un Indiana Jones al extraer algún objeto milenario de una catacumba. Miguel corrió por las escaleras victorioso con ese pequeño tesoro, agradeciendo con Dios por aquel momento de fanfarronería de su hermano, por aquel inconsecuente “mira estos condones tan chidos, wey”, que su hermano había pronunciado dos días atrás.
Esa fue la primera vez que abrazó a Sasha y sintió su piel oliva contra la suya. Y no fue perfecto en realidad, fue torpe y fugaz como casi todo lo bueno. Pero también fue hermoso, genuino como la música rock que nos gusta en los primeros años de aprendizaje, como las blusas coloridas de las chicas en la prepa o como las chamarras deslavadas que se quedan en la memoria.
Miguel sonrió detenido ahí, en el recuerdo y en la banqueta de esa nueva colonia. Sonrió a pesar de la erección que se apretaba dolorosamente contra los jeans entubados que todavía usaba. Modestia aparte le iban bien con su gusto rocker. Que Sasha fuera su novia había sido un deseo fugaz que sin esperarlo se había tornado real. Quizás si lo hubiera planeado no hubiera funcionado nunca. Ese noviazgo fue lo mejor de aquella época, a pesar de que había tenido que terminar, más allá de las promesas, al cambiarse de ciudad. Dos lágrimas cayeron de sus mejillas, aun así la sonrisa de incredulidad y nostalgia permanecía en su rostro, mientras agitaba la cabeza al recordar el día en que rompieron todas las reglas y funcionó.
Mientras tanto la canción del viejo Bowie, hechizo que había catalizado todo aquello, seguía sonando a lo lejos, así que Miguel se secó las lágrimas sin vergüenza, con la manga de su chamarra inseparable y, recobrando la compostura, como hiciera alguna vez hace mucho tiempo, se encaminó rápidamente en busca del origen del sonido.Vengo de casa de un tipo que hace sólo 15 minutos era un total desconocido, no suelo aceptar las invitaciones imprevistas de hombres que se me acercan preguntando mi nombre y que dicen que quieren acompañarme adonde voy, pero esta vez todo coincidió con uno de esos días en los que quieres llegar a tu casa adorrir (palabra que inventé para juntar los verbos dormir y morir en uno solo). Es viernes, está terriblemente soleado, me quedé sin un centavo y no puedo pagar la mensualidad de mi clase de baile, por tanto no puedo ir; se descompuso mi coche, mi mejor amiga está de viaje, mi hermano seguramente se está drogando con un montón de niñas golfas que sólo quieren que se las coja, y no las juzgo. Si ese marica no fuera mi hermano, probablemente yo sería una de esas niñas golfas.
Hoy me enteré de que a uno de los hombres más guapos del mundo le cortaron el pene y le pusieron vagina, incluso ahora le gusta a mi hermano; un anciano en el metro estropeó la maqueta para mi entrega; y mi gato no ha regresado desde hace 4 días. A veces sólo quisiera desvanecerme en el aire de esta época intangible. Así que daba igual si le respondía que sí o que no al extraño, si le decía nube o gato o cuadrado, cualquier palabra daba igual pero de alguna manera dije que sí. Ey… Hola, soy tu vecino, ¿tienes unos minutos? ¿Podemos tomar un café? – Tienes dos minutos – dije de manera burlona y sin interés – me estoy muriendo a segundos. – Oh vaya, ¿Y no te importaría desperdiciarlos conmigo? – No, de hecho ya no tiene sentido, acabo de morir – y me tiré en el pasto.
Estaba intentando ser lo más tonta y extraña para que me dejara, para que se asustara, para que se largara y me dejara dorrir en paz pero en vez de eso extendió su mano para levantarme, luego recogió mi mochila, la colgó sobre su hombro y dijo – ¿vamos? – lo pronunció con una mirada que prometía moras azules.
En realidad nunca dije que sí y ahí estábamos en su sala y no dejaba de mirarme y yo tampoco a él, tenía un lunar que parecía nocturno a pesar de que sólo eran las 3 de la tarde, aquel no era un hombre destinado para horarios diurnos. Su barba era un jardín que podría ser propiedad mía; el tamaño adecuado, pocas flores, un camino negro y perfecto delimitado por la acera blanca y rodeando de cierta laguna irreal que por las tardes reflejara el azul clarito del cielo; y más allá de ella, las montañas, coronadas por un palacio con galerías subterráneas inacabables; dentro del palacio también existe un museo de arte imposible que además alberga en su interior un laberinto con miles de entradas y salidas; más allá del laberinto un desierto con dunas ancestrales e imperecederas que los hombres atraviesan con dificultad; y en el centro de todo una sinestesia del pensamiento, un huerto lleno de moras azules y una mesita blanca donde un desconocido me espera para tomar una taza de café. Definitivamente elegiría pasar muchos días dentro de este paisaje, aunque muriera de insolación, para jamás jamás dorrir de nuevo. mÁS EN www.somoselespectador.blogspot.com