Hasta el 20 de julio de 1969, a la Luna se la había mirado,
se le había cantado, recitado, filmado, estudiado e incluso rondado, pero
jamás nadie la había pisado. Tal día como hoy, hace 50 años, tres hombres a
bordo de un artefacto que entonces representaba la máxima sofisticación
tecnológica y que hoy es ninguneado frente a un smartphone, llegaron a ese
mundo ignoto para cruzar la primera frontera física de la era espacial. Ante millones
de almas en vilo pendientes de sus movimientos por la televisión, dos de ellos
bajaron por la escalerilla y dieron unos pasos vacilantes sobre el regolito.
Recogieron rápidamente unas piedras, para tener una prueba que enseñar en la
Tierra si algún peligro les obligaba a dejarlo todo y regresar al módulo
lunar, colocaron varios experimentos científicos y plantaron una bandera que
fue el orgullo de una nación.Tan increíble fue la gesta que hay gente que
aún no se la cree. «La bandera ondeaba», dicen los escépticos sin querer
atender a razones. Aunque quizás sea aún más sorprendente que otros muchos
la hayamos normalizado. Como si fuera fácil recorrer casi 400.000 kilómetros
y subir hasta ahí arriba. Llegar (y volver) supuso un alarde de innovación,
heroicidad y ambición infinita. Por no hablar de los costes ingentes. Las
huellas de Armstrong y Collins, como las del resto de hombres de las sucesivas
misiones Apolo, estaban condenadas a desaparecer en el polvo lunar, pero se
dejarán otras nuevas. En pocos años volveremos al satélite y probablemente
será una mujer quien dé el «pequeño paso». Lo haremos de forma diferente y
habrá más jugadores involucrados. Agencias espaciales de todo el mundo
quieren ser partícipes. Esta vez, se visitará una zona distinta: la cuenca
Aitken, en el polo sur lunar, que hasta el momento solo se ha observado en
órbita. Pretendemos quedarnos allí y explotar los recursos lunares, que son
muchos. Pero sobre todo será el trampolín para saltar a Marte, gran objetivo
y siguiente frontera espacial. Mientras, la Luna seguirá cambiando cada noche
(«inconstante», le llamaba la Julieta de Shakespeare), moviendo las mareas y
estabilizando tanto la órbita como la inclinación del eje de rotación
terrestre, lo que permite la vida. Somos afortunados de tenerla. Y los poetas,
músicos y demás artistas seguirán fijándose en ella en busca de
inspiración, como lo hizo por primera vez el chino Li Bai en el siglo VIII.
Tanta fascinación nos genera que incluso hay quien se empeña en parcelarla y
venderla a trocitos. Qué ilusos.El satélite natural tiene sus propios
proyectos y se aleja de nosotros 4 centímetros al año, pero hoy, sin duda,
está más cerca que nunca. (abctEXTO)